7.12.08

Es fácil construir una idea romántica de la Amazonia –desde lejos. Pero la realidad es que las condiciones de vida permanecen básicas, sin ser ya indígenas (las culturas indígenas son de una sofisticación inigualable). Son una gelatina mutante de luchas que se suman bajo la lluvia.
Hoy me parece un sistema viscoso, fuera del agua prístina e inocente de Jatuncocha. El tramo es de plumas ensopadas, vapores de cocina contrecha, pelos erizados de cuero de jabalí enroscado, de canastas tejidas en jaulas de pájaro, guanta puntiaguda entre los brazos, colas de cerdo arrastradas sobre la superficie resbalosa del suelo de metal –la vida en la Amazonia es dura, chaposa, enlodada para quien no es turista y espera el paso de esta barcaza con esperanza y ansiedad: único contacto, aún, con el mundo fuera de este río.
Nos detenemos… seguimos, en espirales de baile dislocado.
¿Cómo describir la Amazonia? Tan sólo la ficción parece proveer los mecanismos necesarios. Cada parada es un escenario inverosímil. Este arca de Noé improbable se ubica en la línea entre lo creíble y lo inimaginable. Dicen que la demencia es la incapacidad de distinguir entre lo “real” y lo imaginado: la Amazonia, en su crudeza, es ficción pura, pura realidad. Visitarla es sumergirse en lo fantástico, en la catarsis de su tragedia, la comedia de su realidad –a la selva uno se aproxima con humor, para sobrevivirla; con admiración, para penetrar su grandeza.
La erosión continental de un río sin magnitudes, ubicado fuera del metro, irreverente y calmo. Someter este paisaje a la medida es destruirlo; aprender a vivir con él, en él, de su lado, es un reto por enfrentarse. Absorber su humedad, verde o azul, es condenarlo.